sábado, 4 de noviembre de 2017

Chemtrails, miseria de la conspiración

En nuestra comarca, y en comarcas vecinas, ya llevamos años escuchando el asunto del Chemtrails. Teoría que nos parece preocupante la difusión e importancia que esta alcanzando. Creemos que esta nube teórica debería dispersarse a favor de una clarificación que no parece llegar. El caso es que ocurre todo lo contrario, nubes oscuras, y no precisamente de lluvia ni de otras substancias, siguen enturbiando determinados ambientes. Aunque nos parece positivo la preocupación que existe sobre la sequía, y el cambio climático que estamos sufriendo, creemos que determinadas corrientes solo hacen desviar la atención sobre la gravedad del tema y "marear la perdiz" sobre la realidad que estamos viviendo. La falta de lluvias es algo muy preocupante y no creemos que sean necesarias teorías de este tipo para explicar lo evidente. No es la primera vez, ni será la ultima, que en este blog se trate el tema. Respetando la opinión de las personas implicadas en el asunto creemos que es necesario que se reflexione sobre ello y por ello os dejamos con este articulo de Miguel Sánchez Lindo de la Revista de pensamiento critico Cul de Sac. Desde aquí agradecemos a nuestros compañeros el habérnoslo pasado. Salud

 La trama múltiple de la información deliberadamente distorsionada, las versiones y contraversiones son el lugar denso donde imaginamos lo que no podemos comprender. Ya no son los dioses los que deciden el destino, son otras las fuerzas que construyen maquinaciones que definen la fortuna en la vida, mi querido. Pero no creas que hay un secreto escondido, está todo a la vista.

El camino de Ida, Ricardo Piglia

 Lo que les falta a las «teorías de la conspiración» no son, desde luego, conspiraciones, que abundan, sino más bien la teoría.

Los progresos de la domesticación, René Riesel

Miró al cielo y una línea lo cruzaba a gran altura. Lo volvió a mirar tiempo después y otras nuevas se cruzaban con la primera, formando figuras geométricas como brochazos en un lienzo inmenso. Conocía bien el nombre de algunas de ellas. Los cirros siempre habían estado allí, a unos diez kilómetros de altitud, formados por diminutos cristales de hielo. Después, unos aviones comenzaron a dibujar su rastro de condensación, confundiéndose en ocasiones; así como otros, muy cerca de su cabeza, soltaban grandes nubes tóxicas sobre los campos para acabar con todo tipo de parásitos. A medida que acumulaba recuerdos de las líneas, la memoria le espesaba. Ya no recordaba qué había sido primero ni cuál era su origen. ¿Estaban las líneas allí desde siempre o eran el efecto de algo? Viajaba a menudo en aquellos aparatos pero desde arriba no se veía ninguna estela. Él tampoco era responsable. Pasaron meses y años y el espectáculo pictórico se repetía, transformando la sensación de sorpresa y admiración, en un sentimiento de angustia siniestra que pedía explicaciones.
Son atractivas. Lo primero que se puede decir, es que las teorías de la conspiración son atractivas. Y, cada vez más, el sello inconfundible del pensamiento de masas contemporáneo. No es extraño que en bares, reuniones o en momentos de esparcimiento en el trabajo, alguien afirme que hay algo más detrás. Una razón desapercibida, un interés oculto que, dependiendo del talento del interlocutor queda más o menos definido. El taxista paranoico, interpretado por un histérico Mel Gibson en 1997, que atosiga a sus clientes con historias enajenadas sobre el gobierno de Estados Unidos, las celebridades o el tiempo, ha quedado desfasado. No es cuestión de individuos aislados que transmiten su locura a los demás desde su ensimismamiento furioso, sino algo extendido, un rasgo que aspira no a convertirse en una opinión, antes bien, empieza a acomodarse como la base misma desde la que pensar todo lo que ocurre alrededor.

A medida que avanza el interés por lo político, la conspiración como clave rejuvenece y se deja querer. Se extiende, se reproduce de boca a oreja, se trata seriamente, se discute, se transforma y reaparece, se aplaude. Se alienta. No con una intención oculta, sino más bien transparente. Tiene éxito y la audiencia lo demanda. Existen y han existido numerosas revistas, libros, programas, fanzines, blogs, que le hacen de voceros, pero pocos tan influyentes y conocidos como es la empresa multimarca de Iker Jiménez, La nave del misterio (Milenio tres, Cuarto milenio). Demonólogos y divulgadores científicos, espiritistas y biólogos, policías con la cara oculta y la voz distorsionada y civiles se dan cita en el programa que mejor representa el mainstream de la conspiración, como lo llaman los puristas. Para que cualquier historia o explicación pueda tener éxito se necesita de un narrador digno de crédito. En boca de éste, cualquier hecho ficticio pasará por cierto, así como un hecho real carecerá de credibilidad contado por quien no sea digno de confianza. En su libro Testigos del mundo [1], Juan Pimentel recoge una anécdota que hizo fortuna en los siglos xvii y xviii  y que John Locke había incluido en el Ensayo sobre el entendimiento humano. En ella se cuenta cómo el embajador holandés en un encuentro con el rey de Siam relata al soberano historias sobre su país. Relatos exóticos de un lugar lejano para el monarca que escucha atento hasta que el embajador le dice que en los días de frío, en Holanda, el agua llega a endurecerse tanto que hombres e incluso elefantes pueden caminar sobre ella.

«Hasta este momento —interrumpió el rey— he creído las cosas extrañas que me has relatado, porque vi en ti un hombre sensato y de honor; pero ahora estoy seguro de que mientes». En sus programas, Iker Jiménez, que parece haber aprendido la lección de esta anécdota, se esfuerza en vencer la razón descreída del rey de Siam —que no confía sino en lo que puede ver— presentando sus lecturas de los hechos como verdades que se validan a lo largo del programa. A medida que las conspiraciones y los fantasmas aparecen sobre la mesa de debate, el crédito de quienes van allí a demostrar lo contrario, se refleja y es asumido por quienes defienden su autenticidad, al tiempo que se afirma la anchura de miras del formato. Por un lado, enfundándose en el atractivo manto de lo minoritario (sin serlo ya), por otro, con una voluntad de mayoría que salta a la vista; necesita «cobijarse bajo el manto de la ciencia genuina con el claro objetivo de conseguir algo del respeto epistemológico que el público en general (¡exceptuando a los posmodernistas incondicionales!) suele tener a la “ciencia”» [2] al tiempo que busca su destronamiento como pensamiento hegemónico. Y aun con todas las dudas que esa hegemonía genera —debido a su orientación, sentido y sostén—, no deja de recordar a la actitud de la Iglesia que siempre ha considerado «el libre pensamiento como un pecado a extir- par violentamente, salvo cuando la inferioridad de su posición les hace reclamarlo como un derecho a quienes, precisamente por no ser como ellos, no pueden negárselo sin contradicción» [3]. El mecanismo es conocido, pero aquí trataremos de explicar cuál es el origen de su popularidad actual. [4]

La visión conspiranoica tiene numerosos rasgos en común con la superstición; es por ello que, las más de las veces, quienes participan de la primera acostumbran a ser los mismos que mantienen la llama de la segunda. Lo irónico de todo esto es que para ser una gente que afirma no dejarse engañar por las apariencias y ver más allá de lo que nos permiten, acaban creyendo cualquier cosa. Desde los elfos a la Virgen María, pasando por los cuentos más rocambolescos sobre masones y sociedades secretas o que nos fumiguen [5]. Al igual que la superstición, se basa en una racionalización errónea o incompleta, proceso que, como apunta Juan Ramón Capella, no es monopolio de nuestra especie. «Si las palomas asocian un hecho relevante para ellas, positivo o negativo, a otro hecho antecedente próximo, incluso casual, y desarrollan un comportamiento consecuente con el hecho relevante, tenderán a desplegar tal comportamiento cada vez que se vuelva a dar el hecho relevante. Son supersticiosas, al igual que los humanos, y éstos no son desde luego casos únicos en el reino animal» [6]. Como una afasia argumentativa, las teorías de la conspiración recuerdan, en numerosas ocasiones, a un juego mental en el que los que participan se dedican a encajar las piezas aunque sea a martillazos. Por un lado, esta pulsión infantil de encajar piezas, por otro, la actividad conspiranoica parece un trastorno político y semántico que coloca los hechos en lugares que no les pertenecen. Como si al rellenar un crucigrama sólo respetásemos las casillas en blanco e hiciésemos caso omiso tanto de los enunciados que nos plantea, como de la lengua misma en la que está redactado. Al hacerlo, lo pervertimos abriendo las posibilidades de completarlo al infinito, perdiendo por el camino toda intención de sentido. Esto, que podría parecer un acto de libertad absoluta, radical, en realidad no puede parecérsele menos. No es que en ese acto escapemos de una disyuntiva impuesta y orientemos el pensamiento hacia otro lugar. No minamos la coerción, sino el propio pensamiento. Si los hechos, las deducciones, las elucubraciones o las mentiras se ponen a funcionar a la vez, la racionalidad desaparece; sólo queda la acumulación infinita de combinaciones. No se quiere decir con esto que para cada asunto exista una única solución, como en el crucigrama, sino que por el camino se pierde la intención de comprender sustituyéndola por el placer de enfangar.

Emboscados durante años en la criptozoología, los ovnis, la cristaloterapia o las caras de Bélmez, a medida que la política ha ido recuperando el interés de capas cada vez más amplias de la población, los investigadores de lo oculto han reorientado sus querencias hacia los manejos oscuros de unos poderes nunca claramente definidos. Daniel Estulin, autor de El club Bildelberg y de numerosas secuelas definitivas sobre el tema, marcó una pauta para todos ellos y lo hizo con un éxito tan aplastante que fue acogido por muchos izquierdistas como el revelador del verdadero enemigo en la sombra —una relación entre crítica y conspiración que no comenzó ahí, pero que no ha hecho más que estrecharse desde entonces. La descripción de estas reuniones como un hecho fundamental, más importante y profundo que Davos, el g8 u otras reuniones donde los oligarcas internacionales se dan cita para hablar de lo suyo, es sintomático de un deseo compartido por todos los gobernados: que aquellos que les gobiernan son mentes prodigiosas capaces de hacer planes maquiavélicos a años vista. Una élite meritocrática que si está ahí es porque está compuesta por personas más lúcidas, de una inteligencia casi diabólica. Un pensamiento mucho más halagüeño, desde luego, que la evidencia de que aquellos a quienes vemos todos los días en periódicos y noticieros no suelen pasar de ser licenciados mediocres en derecho o económicas. Uno sale mejor parado si ha de cumplir los designios de un súpervillano que si acaba pensando como el protagonista de Trainspotting: «¡Ni siquiera encontramos una cultura decente que nos colonice!». Y es en este sentido en el que hace unos meses, en Cuarto Milenio se revisaba un reportaje que ellos mismos habían hecho hacía algunas temporadas sobre la abducción de un campesino en las profundidades de Brasil, mirándolo ahora desde una nueva perspectiva para descubrirnos que había sido la policía de alguno de sus estados la que había desaparecido al campesino en cuestión, extendiendo entre los habitantes de la zona la creencia en la actividad extraterrestre. Asistimos así a una hermosa lección de reciclaje en la que el misterio se disuelve en la conspiración.

Por un lado, la existencia de este Club y sus manejos no resuelve nada y nada nos ayuda a comprender. Por otro, el discurso de la sociedad secreta que gobierna o persigue el gobierno mundial nos remite a otra conspiración con una gran popularidad en el pasado: Los protocolos de los sabios de Sión. Debido a la buena educación, que impide por prudencia señalar a los judíos como autores de esta conspiración, o quizá al simple olvido del significado que tuvo a principios del siglo xx aquella falsificación, los conspiracionistas no suelen referirse a nadie concreto cuando desarrollan sus teorías, utilizando el genérico los poderosos, de tal forma que, al ser inquiridos a este respecto, suelen atajar el problema con un rotundo y misterioso «todos sabemos a quién nos referimos». No se trata aquí de hacer la enésima acusación de antisemitismo con el objetivo de desvirtuar las conjeturas de estos individuos, sino más bien de colocar una al lado de la otra a la conspiración clásica de la contemporánea, para poder observar sus parecidos y sus enormes diferencias.

En su estudio sobre Los protocolos, Norman Cohn parece dar con la clave del pensamiento conspirativo al afirmar que «las señales que buscan escondidas ocultan las evidencias por las que pasean» [7]. Y es que, así como los juicios morales acerca del comportamiento usurero de numerosos banqueros, dirigentes o empresarios ocultan el normal funcionamiento de la economía, las teorías de la conspiración esconden en su fárrago que los Estados engrasan sus relaciones y atribuciones con la acumulación de secretos; o que, en casos más concretos como el de las Chemtrails, es la sociedad industrial funcionando correctamente la que produce enfermedades novísimas, arrasa con los saberes y territorios o relaja la idea de libertad, la que, en definitiva, crea los males que después se divulgan como efecto buscado de una gran conspiración para dominarnos; difundida masivamente, por cierto, por los mismos medios que nos presta la propia sociedad industrial.

Según Hannah Arendt «el empleo que los nazis hicieron de esta falsificación [Los protocolos], como libro de texto para una conquista global, no es ciertamente parte de la historia del antisemitismo, pero sólo esta historia puede explicar ante todo por qué ese cuento inverosímil contenía la suficiente plausibilidad como para ser útil como propaganda antijudía. Lo que, por otra parte, no puede explicar es por qué la apelación totalitaria al dominio global, ejercido por los miembros y los métodos de una sociedad secreta, podía convertirse en un atractivo objetivo político. Esta última función, políticamente mucho más importante (aunque no propagandísticamente) tiene su origen en el imperialismo en general y en su muy explosiva versión continental, los llamados panmovimientos en particular» [8]. Y añade más adelante que «en la era del imperialismo, seguida por el periodo de los movimientos y gobiernos totalitarios, no es ya posible aislar la cuestión judía o antisemita de temas que casi carecen por completo de relación con las realidades de la moderna historia judía. Y ello no simple y primariamente porque esas cuestiones desempeñaran un importante papel en los asuntos mundiales, sino porque el antisemitismo era empleado para fines ulteriores que, aunque en su instrumentación señalaran a los judíos como las víctimas principales, dejaban muy atrás todos los conflictos particulares de los intereses tanto judíos como antijudíos». El pensamiento conspirativo que Arendt señala como parte fundamental del antisemitismo del último periodo del siglo xix y de la primera mitad del xx, el supuesto hallazgo de un plan de conquista global, presenta una diferencia esencial con la pulsión conspiranoica actual: mientras que el primero usa y abusa «de sus propios elementos ideológicos y políticos hasta tal punto que llega a desaparecer la base de realidad fáctica, de la que originalmente derivan su potencia y su valor propagandístico las ideologías —la realidad de la lucha de clases, por ejemplo, o los conflictos de intereses entre los judíos y sus vecinos—», la segunda parece tener un fin inane. Sin embargo, produce con sus intereses y conclusiones, el mismo efecto que aquí señalamos como su origen. Es la misma falta de control sobre la propia vida, así como la invisibilidad de las consecuencias de los actos de uno, la que se siente después de ver alguno de estos programas o de leer alguno de sus textos. Uno queda sumergido en la inacción, sin fuerzas siquiera para plantear- se la habitual pregunta de la indolencia, «¿y ahora qué?». No invita a la acción, desde luego, pero tampoco a la parálisis. Es un pensamiento circular que después de todos sus desvelamientos sólo se encuentra a sí mismo. En este sentido, la afirmación de Terry Eagleton de que «el auge de la New Age en nuestros días […] ofrece un refugio frente al mundo, no una misión para transformarlo» [9], suena en lo que a la conspiración se refiere demasiado consciente de sí misma, demasiado malintencionada. Y no a lo que en resumen es, el entretenimiento intelectual de la falta de pensamiento resultado de tres rasgos característicos de nuestra época: la certeza íntima de la inoperancia de los propios actos debido a una tecnología que separa los efectos de sus causas y difumina la responsabilidad; el desconocimiento de la historia y la tendencia a trufarla de anacronismos, deduciendo reacciones y caracteres en los sujetos o personajes históricos de la propia experiencia; y la disolución del concepto de verdad.

Tocqueville creyó encontrar la respuesta a la pregunta de por qué «la doctrina de la necesidad […] es tan atractiva para quienes escriben la historia en tiempos de democracia» en el anonimato de una sociedad igualitaria donde «las huellas de la acción individual sobre las naciones se han perdido» de tal forma que «los hombres tienden a creer que […] alguna fuerza superior les gobierna» [10]. Hannah Arendt, aun estando de acuerdo con el pensador francés, encontraba incompleta la explicación pues pasaba por alto que la irrupción de la doctrina de la necesidad, al parecer de Arendt, se había tenido que dar no en América sino en Francia durante la Revolución «donde ya Robespierre había puesto una corriente irresistible y anónima de violencia en el lugar de las acciones libres y deliberadas de los hombres» [11]. Aquí nos interesa, sin embargo, la lucidez de Tocqueville al haberse aventurado a señalar esa inclinación a explicar la realidad como fruto de la acción de una fuerza superior como característica de sus contemporáneos —y de los nuestros—; no en un pasado irracional y mítico, sino en las sociedades más avanzadas de su mundo, vinculándolo, además, con la sensación de impotencia de la población respecto de sus condiciones. Quizá el vizconde señalase al igualitarismo o a la democracia como responsables principales de este hecho, pero nosotros nos inclinamos más a pensar que son la organización burocrática y el protagonismo de unas relaciones principalmente mediadas por la tecnología sus causantes principales. Günther Anders ya señaló con elocuencia las acentuadas consecuencias éticas e intelectuales que el uso y la convivencia con la tecnología tenía sobre los hombres. Entre otras peculiaridades, a esta convivencia se le podría imputar el nacimiento de algo que podríamos bautizar como ideología del botón. Al pulsar un interruptor, la persona que lo ha hecho desencadena una serie de sucesos que se despliegan, fuera ya de su control, de forma automática. Este automatismo es percibido por el sujeto como algo extraño a él, de cuyo resultado difícilmente podría culpársele. Más aún si el sujeto en cuestión está sometido al mandato de otra persona, institución o necesidad. De esta forma, la responsabilidad queda disuelta en pequeños fragmentos no culpables —a lo sumo, negligentes—; de ahí la sor- presa de la mayoría de los individuos en las escasas ocasiones en que se les acusa de las con- secuencias de sus actos. No hay nada de lo que responsabilizarse cuando los hechos se desarrollan de manera tan natural e inasible pues «la magnitud de los efectos de nuestra acción excede con mucho nuestras facultades psíquicas, en particular, nuestra imaginación» [12]. Por ello resultó tan ofensiva la reacción del oficial Eatherly al asimilar su misión de valorar las condiciones atmosféricas de Hiroshima la madrugada del 6 de agosto de 1945 —valoración que dio vía libre al Enola Gay para lanzar la bomba— como responsable de la muerte de miles de personas. Donde prima la tentación de la inocencia quien se autoinculpa sólo puede ser un paria. Actualmente, en unas condiciones en las que la tecnología ha invadido hasta el último resquicio de intimidad, cada vez son más los casos en que nuestra moral, juicio y acciones se ven afectados por este hecho. La responsabilidad no se ve ya afectada sólo porque el resultado de nuestros actos sea inimaginable, también queda marcado por la relación que determinadas máquinas nos imponen a nosotros, sin ir más lejos por los ordenadores. Un ejemplo mínimo de aquello a que nos referimos es el «comando z», que permite deshacer cada acción que emprendamos, familiarizándonos con el hecho de que nada sea nunca realmente definitivo. Aquellos que trabajen habitualmente con ordenadores, sobre todo en el campo del diseño, habrán experimentado sin duda el pensamiento fugaz en la vida real de la reversibilidad por el «comando z»; cuando algo se ha hecho mal, la posibilidad de pulsar la combinación de teclas que nos devuelva al estado inicial aparece instantáneamente en la cabeza como una chispa de esperanza que sólo deja tras de sí la pesadumbre de que no sea real. El mundo que resulta de ello es un «mundo en el que el tiempo es reversible y el pasado siempre se puede borrar, en el que, por tanto, reina la indiferencia hacia la verdad y la mentira, lo real y lo ficticio, al igual que hacia toda noción de bien y de mal: es en esto, sin duda, en lo que se revela como el más formador. No es que haya que inculcar esta indiferencia a cerebros reacios; al contrario, éstos ya están ahí suficientemente preparados por todo aquello que tuvieron la posibilidad de conocer hasta entonces; la nueva maquinaria no hace más que equipar y, en esa medida, hacer irreversible lo que habían comenzado a instalar en nuestras costumbres las máquinas anteriores, las que sólo debían facilitarnos la vida y no ocupar su lugar» [13].

En la reciente adaptación cinematográfica de El juego de Ender, asistimos a un intento de explicar esta confusión entre lo real y lo virtual y el impacto que ésta tiene sobre nuestra moral; pero se acaba recurriendo a la argucia de la conspiración para explicar lo que sin duda hubiese resultado más inquietante si se hubiese representado, como habitualmente sucede en el mundo militar, el desdén que aquellos que tienen en sus manos la vida de otras personas que están en ese momento a kilómetros de distancia sienten hacia el otro. En el mundo de Ender, los niños son enrolados en una academia militar para luchar contra una inminente amenaza extraterrestre —los insectores— debido precisamente a su elasticidad moral y falta de prejuicios, así como a la facilidad con que estos se mueven en la representación imaginaria de las pantallas. En la etapa final de su entrenamiento, Ender debe dirigir las operaciones de una gran flota virtual en un ataque preventivo sobre el planeta alienígena. Este ataque, que es presentado por sus superiores como una fase más de su adiestramiento, es en realidad la re- transmisión en directo de la contienda real, pues estos entienden que el niño carecerá de toda reticencia y piedad, tanto con los suyos como con el enemigo, si no le dan esa información. El error en este caso, es pensar que se necesita de una conspiración del silencio para acometer este tipo de barbaridades cuando tenemos el ejemplo de conflictos bélicos en el que la sola distancia de los jefes de campaña con respecto de los soldados permite una libertad táctica sin igual, al emanciparse de la empatía que conlleva la falta de convivencia. La carnicería de la guerra de trincheras en la I Guerra Mundial sería difícilmente explicable sin esa distancia de los mandos. Y es precisamente eso lo que se persigue con el uso de los drones o con la famosa guerra limpia en el Golfo Pérsico.

El  discurso  de  la  necesidad  histórica ha contribuido sin duda, como se apuntaba más arriba, a alimentar cierta tendencia al pensamiento conspirativo y no se puede obviar la influencia nefasta que el movimiento obrero ha tenido en ello, pues al primar la propaganda y las llamadas a la acción o presentarse a sí mismo como representante de un progreso ineludible, se desvirtuaba la simple observancia de los hechos. La primacía de una visión teleológica de la historia en su seno se ha podido comprobar en numerosas ocasiones como, por ejemplo, en el gospel episcopaliano del reverendo Charles Tindley, We Shall Over- come. Popularizado por Pete Seeger, esta canción es el arquetipo de la confusión entre intenciones y coyuntura en la corriente emancipatoria —sea el movimiento obrero, la lucha por los derechos civiles, et alii. Sin quitarle mérito a lo emocionante del himno, cuan- do se mezclan las creencias (I do believe) con la situación que se vive, seguramente se pueda llegar a la conclusión de que venceremos (We shall overcome), pero no es más que la enésima producción poética del tomo mis deseos por realidades, porque creo en la realidad de mis deseos. Y, como en toda inversión del genitivo, la brillantez de la fórmula oculta la simpleza del contenido. [14]
En lo que respecta a la verdad, son incontables los intentos de demolerla como concepto básico de adquisición de conocimiento, pero lo cierto es que pocas cosas han resultado tan dañinas para la misma, como su asimilación a la información en los últimos tiempos. Desde hace demasiado ya, se oye a muchos enterados decir que en internet se encuentra todo y que sólo hay que saber buscar para hallar una información veraz. Esta pamplina, sumada a la optimista convicción de que lo que hace falta para que la gente se levante es que conozcan las cosas tal y como son, denota, además de una suficiencia con respecto a las poblaciones más que insultante, la peligrosa omisión de que para que la verdad funcione como revulsivo «necesitaba [y necesita] contar con un partido histórico que se atreviera a defenderla» [15]. Lo cierto es que no se puede negar que vivimos unos tiempos con una profusión de informaciones tal que seguir alimentando la esperanza de que hay una que será la definitiva es, ésta sí, la última letanía de la ingenuidad. Ignorar que todos conocen, aquí y ahora, su desgracia y que «la opresión se muestra en la actualidad en una crudeza casi inaudita, razón por la cual no hace falta ser un lince para des- cubrirla allá donde funciona» es motivo suficiente para no seguir intentando tomar el camino de «pronunciar la indecible verdad sobre aquello en que se asientan los Estados de hoy (la opresión de amplias franjas de la población en el tercer mundo y en el centro mismo del nuestro, el despilfarro inexorable de los recursos naturales, la apatía política más profunda, el ocultamiento de todas estas banalidades de base) sino que es necesaria la existencia de un sujeto histórico que se atreva a desafiar el desorden existente para imponer en los hechos la verdad» [16]. Y la conclusión más clara que podemos sacar de todo ello, es que el mantra de que la verdad es revolucionaria es menos cierto, hoy por hoy, que aquel que dice que la verdad es inútil. Es la orfandad en que uno se encuentra al tragarse ese sapo y descubrir que articular la indecible verdad no servía para nada, el lodo perfecto en el que dará sus frutos la tentación conspirativa.

La plétora de conspiraciones en la que nos hemos movido en los últimos años ha sido innumerable. Desde aquella que veía a eta junto a una facción de las fuerzas del Estado detrás del 11m, a la que atribuía a Rubalcaba la autoría del 15m o, en la misma línea, las declaraciones de la primero-admirada-después-repudiada, Beatriz Talegón, en las que sostenía que detrás del 15m estaba la derecha, o Rubalcaba sosteniendo en las últimas elecciones generales que el pp tenía un programa oculto, que no sería otro que el que, de facto, estaba aplicando el Partido Socialista, todo indica que la cultura de la sospecha ha triunfado y que se ha descuidado pensar la realidad desde la realidad misma. Y que, al querer otorgar a todo un halo de misterio, por mucho que las operaciones encubiertas, los secretos de Estado, los intereses económicos o políticos por supuesto existan, transformarlos en algo oscuro e inefable elude la necesidad de interpretarlos como lo que son: objetos de estudio o de análisis político que muestran cuál es la relación de fuerzas en cada momento.

Miguel Sánchez Lindo

1.          Juan Pimentel, Testigos del mundo. Ciencia, literatura y viajes en la Ilustración, Marcial Pons, 2003.

2.               Alan Sokal, Más allá de la imposturas intelectuales. Ediciones Paidós.

3.               Fernando Savater, Osadía clerical, El País, 21 de marzo 1980.

4.              Hay que subrayar que este mecanismo no es exclusivo del ilustre periodista vitoriano, en la televisión son legión quienes lo utilizan, sobre todo en los debates de contenido político. El gato al agua o La tuerka son algunos de los representantes menos sutiles del asunto. La dirección del programa es clara y los invitados no están allí para intentar rebatirla, sino para otorgarle credibilidad a la tesis de partida y poder afirmar finalmente quod erat demonstrandum.

5.      Se hace referencia aquí al título del artículo. Chemtrail es una contracción inglesa de ChemicalTrail, o estela química. Según algunos devotos al mundo de lo oculto, el rastro que dejan algunos aviones tras de sí no sería una estela de condensación, sino una nube química que se soltaría sobre la población con la intención de controlarla de alguna manera. Lo irónico de la teoría es que efectivamente todos los aviones dejan un rastro químico no precisamente beneficioso y que el crecimiento exponencial del transporte motorizado no hace más que agravar el problema —de salud, medioambiental, etc.—, pero a quienes sostienen esta teoría les preocupa poco esos efectos reales que implicarían una acción sobre lo material si no está aderezada con una buena dosis de misterio, que no impele salvo a seguir acumulando cháchara.

6.               Juan Ramón Capella, Entrada en la barbarie, Trotta, 2007.

7.               Norman Cohn, El mito de la conspiración judía mundial, Alianza, 2010

8.               Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, Alianza, 1987.

9.               Terry Eagleton, Razón, fe y revolución, Paidós, 2012.

10.            Alexis de Tocqueville, La democracia en América, vol. ii. Alianza editorial.

11.            Hannah Arendt, Sobre la revolución, Alianza editorial.

12.    Günther Anders, El piloto de Hiroshima: Más allá de los límites de la conciencia. Correspondencia entre Claude Eatherly y Günter Anders, Paidós.

13.           Jaime Semprun, El abismo se repuebla, Précipité editorial.

14.           El hacer referencia al origen religioso del himno, no se debe entender como un intento más de señalar el contenido mesiánico judeocristiano del movimiento obrero. Remarcar esto sería una obviedad que olvida que todo el pensamiento occidental está necesariamente imbuido del mismo espíritu, y no es cuestión de rasgarse las vestiduras ni de obcecarse en sostener lo contrario. Lo curioso de esa trifulca es que, quienes más hincapié hacen en esa observación, suelen ser laicos que han abandonado sus intenciones emancipatorias de antaño; mientras que los reaccionarios de siempre sostienen lo contrario: que es el capitalismo quien salvaguarda realmente las raíces cristianas de nuestra sociedad. Véase a este respecto el libro Raíces cristianas de la economía de libre mercado de Alejandro A. Chafuen, editorial El buey mudo.

15.           «La impaciencia de la práctica», editorial del número 5 de la revista Resquicios.

16.           Ibidem.


No hay comentarios: