El camino de Ida, Ricardo Piglia
Lo que les falta a las «teorías de la
conspiración» no son, desde luego, conspiraciones, que abundan, sino más bien
la teoría.
Los progresos de la domesticación, René Riesel
Miró al cielo y una línea lo
cruzaba a gran altura. Lo volvió a mirar tiempo después y otras nuevas se
cruzaban con la primera, formando figuras geométricas como brochazos en un
lienzo inmenso. Conocía bien el nombre de algunas de ellas. Los cirros siempre
habían estado allí, a unos diez kilómetros de altitud, formados por diminutos
cristales de hielo. Después, unos aviones comenzaron a dibujar su rastro de
condensación, confundiéndose en ocasiones; así como otros, muy cerca de su
cabeza, soltaban grandes nubes tóxicas sobre los campos para acabar con todo
tipo de parásitos. A medida que acumulaba recuerdos de las líneas, la memoria
le espesaba. Ya no recordaba qué había sido primero ni cuál era su origen.
¿Estaban las líneas allí desde siempre o eran el efecto de algo? Viajaba a
menudo en aquellos aparatos pero desde arriba no se veía ninguna estela. Él
tampoco era responsable. Pasaron meses y años y el espectáculo pictórico se repetía,
transformando la sensación de sorpresa y admiración, en un sentimiento de
angustia siniestra que pedía explicaciones.
Son atractivas. Lo primero que se
puede decir, es que las teorías de la conspiración son atractivas. Y, cada vez
más, el sello inconfundible del pensamiento de masas contemporáneo. No es
extraño que en bares, reuniones o en momentos de esparcimiento en el trabajo,
alguien afirme que hay algo más detrás. Una razón desapercibida, un interés
oculto que, dependiendo del talento del interlocutor queda más o menos
definido. El taxista paranoico, interpretado por un histérico Mel Gibson en
1997, que atosiga a sus clientes con historias enajenadas sobre el gobierno de
Estados Unidos, las celebridades o el tiempo, ha quedado desfasado. No es cuestión
de individuos aislados que transmiten su locura a los demás desde su
ensimismamiento furioso, sino algo extendido, un rasgo que aspira no a
convertirse en una opinión, antes bien, empieza a acomodarse como la base misma
desde la que pensar todo lo que ocurre alrededor.
A medida que avanza el interés
por lo político, la conspiración como clave rejuvenece y se deja querer. Se
extiende, se reproduce de boca a oreja, se trata seriamente, se discute, se
transforma y reaparece, se aplaude. Se alienta. No con una intención oculta,
sino más bien transparente. Tiene éxito y la audiencia lo demanda. Existen y
han existido numerosas revistas, libros, programas, fanzines, blogs, que le
hacen de voceros, pero pocos tan influyentes y conocidos como es la empresa multimarca
de Iker Jiménez, La nave del misterio (Milenio tres, Cuarto milenio).
Demonólogos y divulgadores científicos, espiritistas y biólogos, policías con
la cara oculta y la voz distorsionada y civiles se dan cita en el programa que
mejor representa el mainstream de la conspiración, como lo llaman los puristas.
Para que cualquier historia o explicación pueda tener éxito se necesita de un
narrador digno de crédito. En boca de éste, cualquier hecho ficticio pasará por
cierto, así como un hecho real carecerá de credibilidad contado por quien no sea
digno de confianza. En su libro Testigos del mundo [1], Juan Pimentel recoge
una anécdota que hizo fortuna en los siglos xvii y xviii y que John Locke había incluido en el Ensayo
sobre el entendimiento humano. En ella se cuenta cómo el embajador holandés en
un encuentro con el rey de Siam relata al soberano historias sobre su país.
Relatos exóticos de un lugar lejano para el monarca que escucha atento hasta
que el embajador le dice que en los días de frío, en Holanda, el agua llega a
endurecerse tanto que hombres e incluso elefantes pueden caminar sobre ella.
«Hasta este momento —interrumpió
el rey— he creído las cosas extrañas que me has relatado, porque vi en ti un
hombre sensato y de honor; pero ahora estoy seguro de que mientes». En sus programas,
Iker Jiménez, que parece haber aprendido la lección de esta anécdota, se esfuerza
en vencer la razón descreída del rey de Siam —que no confía sino en lo que
puede ver— presentando sus lecturas de los hechos como verdades que se validan
a lo largo del programa. A medida que las conspiraciones y los fantasmas
aparecen sobre la mesa de debate, el crédito de quienes van allí a demostrar lo
contrario, se refleja y es asumido por quienes defienden su autenticidad, al
tiempo que se afirma la anchura de miras del formato. Por un lado, enfundándose
en el atractivo manto de lo minoritario (sin serlo ya), por otro, con una
voluntad de mayoría que salta a la vista; necesita «cobijarse bajo el manto de
la ciencia genuina con el claro objetivo de conseguir algo del respeto
epistemológico que el público en general (¡exceptuando a los posmodernistas
incondicionales!) suele tener a la “ciencia”» [2] al tiempo que busca su
destronamiento como pensamiento hegemónico. Y aun con todas las dudas que esa
hegemonía genera —debido a su orientación, sentido y sostén—, no deja de
recordar a la actitud de la Iglesia que siempre ha considerado «el libre
pensamiento como un pecado a extir- par violentamente, salvo cuando la
inferioridad de su posición les hace reclamarlo como un derecho a quienes,
precisamente por no ser como ellos, no pueden negárselo sin contradicción» [3].
El mecanismo es conocido, pero aquí trataremos de explicar cuál es el origen de
su popularidad actual. [4]
La visión conspiranoica tiene
numerosos rasgos en común con la superstición; es por ello que, las más de las
veces, quienes participan de la primera acostumbran a ser los mismos que
mantienen la llama de la segunda. Lo irónico de todo esto es que para ser una
gente que afirma no dejarse engañar por las apariencias y ver más allá de lo
que nos permiten, acaban creyendo cualquier cosa. Desde los elfos a la Virgen
María, pasando por los cuentos más rocambolescos sobre masones y sociedades
secretas o que nos fumiguen [5]. Al igual que la superstición, se basa en una
racionalización errónea o incompleta, proceso que, como apunta Juan Ramón
Capella, no es monopolio de nuestra especie. «Si las palomas asocian un hecho
relevante para ellas, positivo o negativo, a otro hecho antecedente próximo,
incluso casual, y desarrollan un comportamiento consecuente con el hecho
relevante, tenderán a desplegar tal comportamiento cada vez que se vuelva a dar
el hecho relevante. Son supersticiosas, al igual que los humanos, y éstos no
son desde luego casos únicos en el reino animal» [6]. Como una afasia
argumentativa, las teorías de la conspiración recuerdan, en numerosas ocasiones,
a un juego mental en el que los que participan se dedican a encajar las piezas
aunque sea a martillazos. Por un lado, esta pulsión infantil de encajar piezas,
por otro, la actividad conspiranoica parece un trastorno político y semántico
que coloca los hechos en lugares que no les pertenecen. Como si al rellenar un
crucigrama sólo respetásemos las casillas en blanco e hiciésemos caso omiso
tanto de los enunciados que nos plantea, como de la lengua misma en la que está
redactado. Al hacerlo, lo pervertimos abriendo las posibilidades de completarlo
al infinito, perdiendo por el camino toda intención de sentido. Esto, que
podría parecer un acto de libertad absoluta, radical, en realidad no puede
parecérsele menos. No es que en ese acto escapemos de una disyuntiva impuesta y
orientemos el pensamiento hacia otro lugar. No minamos la coerción, sino el
propio pensamiento. Si los hechos, las deducciones, las elucubraciones o las
mentiras se ponen a funcionar a la vez, la racionalidad desaparece; sólo queda
la acumulación infinita de combinaciones. No se quiere decir con esto que para
cada asunto exista una única solución, como en el crucigrama, sino que por el
camino se pierde la intención de comprender sustituyéndola por el placer de
enfangar.
Emboscados durante años en la
criptozoología, los ovnis, la cristaloterapia o las caras de Bélmez, a medida
que la política ha ido recuperando el interés de capas cada vez más amplias de
la población, los investigadores de lo oculto han reorientado sus querencias
hacia los manejos oscuros de unos poderes nunca claramente definidos. Daniel
Estulin, autor de El club Bildelberg y de numerosas secuelas definitivas sobre
el tema, marcó una pauta para todos ellos y lo hizo con un éxito tan aplastante
que fue acogido por muchos izquierdistas como el revelador del verdadero
enemigo en la sombra —una relación entre crítica y conspiración que no comenzó
ahí, pero que no ha hecho más que estrecharse desde entonces. La descripción de
estas reuniones como un hecho fundamental, más importante y profundo que Davos,
el g8 u otras reuniones donde los oligarcas internacionales se dan cita para
hablar de lo suyo, es sintomático de un deseo compartido por todos los
gobernados: que aquellos que les gobiernan son mentes prodigiosas capaces de
hacer planes maquiavélicos a años vista. Una élite meritocrática que si está
ahí es porque está compuesta por personas más lúcidas, de una inteligencia casi
diabólica. Un pensamiento mucho más halagüeño, desde luego, que la evidencia de
que aquellos a quienes vemos todos los días en periódicos y noticieros no suelen
pasar de ser licenciados mediocres en derecho o económicas. Uno sale mejor
parado si ha de cumplir los designios de un súpervillano que si acaba pensando
como el protagonista de Trainspotting: «¡Ni siquiera encontramos una cultura
decente que nos colonice!». Y es en este sentido en el que hace unos meses, en
Cuarto Milenio se revisaba un reportaje que ellos mismos habían hecho hacía
algunas temporadas sobre la abducción de un campesino en las profundidades de
Brasil, mirándolo ahora desde una nueva perspectiva para descubrirnos que había
sido la policía de alguno de sus estados la que había desaparecido al campesino
en cuestión, extendiendo entre los habitantes de la zona la creencia en la
actividad extraterrestre. Asistimos así a una hermosa lección de reciclaje en
la que el misterio se disuelve en la conspiración.
Por un lado, la existencia de
este Club y sus manejos no resuelve nada y nada nos ayuda a comprender. Por
otro, el discurso de la sociedad secreta que gobierna o persigue el gobierno mundial
nos remite a otra conspiración con una gran popularidad en el pasado: Los
protocolos de los sabios de Sión. Debido a la buena educación, que impide por
prudencia señalar a los judíos como autores de esta conspiración, o quizá al
simple olvido del significado que tuvo a principios del siglo xx aquella
falsificación, los conspiracionistas no suelen referirse a nadie concreto
cuando desarrollan sus teorías, utilizando el genérico los poderosos, de tal
forma que, al ser inquiridos a este respecto, suelen atajar el problema con un
rotundo y misterioso «todos sabemos a quién nos referimos». No se trata aquí de
hacer la enésima acusación de antisemitismo con el objetivo de desvirtuar las
conjeturas de estos individuos, sino más bien de colocar una al lado de la otra
a la conspiración clásica de la contemporánea, para poder observar sus parecidos
y sus enormes diferencias.
En su estudio sobre Los
protocolos, Norman Cohn parece dar con la clave del pensamiento conspirativo al
afirmar que «las señales que buscan escondidas ocultan las evidencias por las
que pasean» [7]. Y es que, así como los juicios morales acerca del comportamiento
usurero de numerosos banqueros, dirigentes o empresarios ocultan el normal
funcionamiento de la economía, las teorías de la conspiración esconden en su
fárrago que los Estados engrasan sus relaciones y atribuciones con la acumulación
de secretos; o que, en casos más concretos como el de las Chemtrails, es la
sociedad industrial funcionando correctamente la que produce enfermedades
novísimas, arrasa con los saberes y territorios o relaja la idea de libertad,
la que, en definitiva, crea los males que después se divulgan como efecto
buscado de una gran conspiración para dominarnos; difundida masivamente, por
cierto, por los mismos medios que nos presta la propia sociedad industrial.
Según Hannah Arendt «el empleo
que los nazis hicieron de esta falsificación [Los protocolos], como libro de
texto para una conquista global, no es ciertamente parte de la historia del
antisemitismo, pero sólo esta historia puede explicar ante todo por qué ese
cuento inverosímil contenía la suficiente plausibilidad como para ser útil como
propaganda antijudía. Lo que, por otra parte, no puede explicar es por qué la
apelación totalitaria al dominio global, ejercido por los miembros y los
métodos de una sociedad secreta, podía convertirse en un atractivo objetivo
político. Esta última función, políticamente mucho más importante (aunque no
propagandísticamente) tiene su origen en el imperialismo en general y en su muy
explosiva versión continental, los llamados panmovimientos en particular» [8].
Y añade más adelante que «en la era del imperialismo, seguida por el periodo de
los movimientos y gobiernos totalitarios, no es ya posible aislar la cuestión
judía o antisemita de temas que casi carecen por completo de relación con las
realidades de la moderna historia judía. Y ello no simple y primariamente
porque esas cuestiones desempeñaran un importante papel en los asuntos mundiales,
sino porque el antisemitismo era empleado para fines ulteriores que, aunque en
su instrumentación señalaran a los judíos como las víctimas principales,
dejaban muy atrás todos los conflictos particulares de los intereses tanto judíos
como antijudíos». El pensamiento conspirativo que Arendt señala como parte
fundamental del antisemitismo del último periodo del siglo xix y de la primera
mitad del xx, el supuesto hallazgo de un plan de conquista global, presenta una
diferencia esencial con la pulsión conspiranoica actual: mientras que el
primero usa y abusa «de sus propios elementos ideológicos y políticos hasta tal
punto que llega a desaparecer la base de realidad fáctica, de la que
originalmente derivan su potencia y su valor propagandístico las ideologías —la
realidad de la lucha de clases, por ejemplo, o los conflictos de intereses entre
los judíos y sus vecinos—», la segunda parece tener un fin inane. Sin embargo,
produce con sus intereses y conclusiones, el mismo efecto que aquí señalamos
como su origen. Es la misma falta de control sobre la propia vida, así como la
invisibilidad de las consecuencias de los actos de uno, la que se siente
después de ver alguno de estos programas o de leer alguno de sus textos. Uno
queda sumergido en la inacción, sin fuerzas siquiera para plantear- se la
habitual pregunta de la indolencia, «¿y ahora qué?». No invita a la acción,
desde luego, pero tampoco a la parálisis. Es un pensamiento circular que
después de todos sus desvelamientos sólo se encuentra a sí mismo. En este
sentido, la afirmación de Terry Eagleton de que «el auge de la New Age en
nuestros días […] ofrece un refugio frente al mundo, no una misión para
transformarlo» [9], suena en lo que a la conspiración se refiere demasiado consciente
de sí misma, demasiado malintencionada. Y no a lo que en resumen es, el entretenimiento
intelectual de la falta de pensamiento resultado de tres rasgos característicos
de nuestra época: la certeza íntima de la inoperancia de los propios actos
debido a una tecnología que separa los efectos de sus causas y difumina la
responsabilidad; el desconocimiento de la historia y la tendencia a trufarla de
anacronismos, deduciendo reacciones y caracteres en los sujetos o personajes
históricos de la propia experiencia; y la disolución del concepto de verdad.
Tocqueville creyó encontrar la
respuesta a la pregunta de por qué «la doctrina de la necesidad […] es tan
atractiva para quienes escriben la historia en tiempos de democracia» en el
anonimato de una sociedad igualitaria donde «las huellas de la acción
individual sobre las naciones se han perdido» de tal forma que «los hombres
tienden a creer que […] alguna fuerza superior les gobierna» [10]. Hannah
Arendt, aun estando de acuerdo con el pensador francés, encontraba incompleta
la explicación pues pasaba por alto que la irrupción de la doctrina de la
necesidad, al parecer de Arendt, se había tenido que dar no en América sino en
Francia durante la Revolución «donde ya Robespierre había puesto una corriente
irresistible y anónima de violencia en el lugar de las acciones libres y
deliberadas de los hombres» [11]. Aquí nos interesa, sin embargo, la lucidez de
Tocqueville al haberse aventurado a señalar esa inclinación a explicar la realidad
como fruto de la acción de una fuerza superior como característica de sus
contemporáneos —y de los nuestros—; no en un pasado irracional y mítico, sino
en las sociedades más avanzadas de su mundo, vinculándolo, además, con la
sensación de impotencia de la población respecto de sus condiciones. Quizá el
vizconde señalase al igualitarismo o a la democracia como responsables
principales de este hecho, pero nosotros nos inclinamos más a pensar que son la
organización burocrática y el protagonismo de unas relaciones principalmente
mediadas por la tecnología sus causantes principales. Günther Anders ya señaló
con elocuencia las acentuadas consecuencias éticas e intelectuales que el uso y
la convivencia con la tecnología tenía sobre los hombres. Entre otras
peculiaridades, a esta convivencia se le podría imputar el nacimiento de algo
que podríamos bautizar como ideología del botón. Al pulsar un interruptor, la
persona que lo ha hecho desencadena una serie de sucesos que se despliegan,
fuera ya de su control, de forma automática. Este automatismo es percibido por
el sujeto como algo extraño a él, de cuyo resultado difícilmente podría
culpársele. Más aún si el sujeto en cuestión está sometido al mandato de otra
persona, institución o necesidad. De esta forma, la responsabilidad queda
disuelta en pequeños fragmentos no culpables —a lo sumo, negligentes—; de ahí
la sor- presa de la mayoría de los individuos en las escasas ocasiones en que
se les acusa de las con- secuencias de sus actos. No hay nada de lo que
responsabilizarse cuando los hechos se desarrollan de manera tan natural e
inasible pues «la magnitud de los efectos de nuestra acción excede con mucho
nuestras facultades psíquicas, en particular, nuestra imaginación» [12]. Por
ello resultó tan ofensiva la reacción del oficial Eatherly al asimilar su
misión de valorar las condiciones atmosféricas de Hiroshima la madrugada del 6
de agosto de 1945 —valoración que dio vía libre al Enola Gay para lanzar la
bomba— como responsable de la muerte de miles de personas. Donde prima la tentación
de la inocencia quien se autoinculpa sólo puede ser un paria. Actualmente, en
unas condiciones en las que la tecnología ha invadido hasta el último resquicio
de intimidad, cada vez son más los casos en que nuestra moral, juicio y
acciones se ven afectados por este hecho. La responsabilidad no se ve ya
afectada sólo porque el resultado de nuestros actos sea inimaginable, también
queda marcado por la relación que determinadas máquinas nos imponen a nosotros,
sin ir más lejos por los ordenadores. Un ejemplo mínimo de aquello a que nos
referimos es el «comando z», que permite deshacer cada acción que emprendamos,
familiarizándonos con el hecho de que nada sea nunca realmente definitivo.
Aquellos que trabajen habitualmente con ordenadores, sobre todo en el campo del
diseño, habrán experimentado sin duda el pensamiento fugaz en la vida real de
la reversibilidad por el «comando z»; cuando algo se ha hecho mal, la
posibilidad de pulsar la combinación de teclas que nos devuelva al estado
inicial aparece instantáneamente en la cabeza como una chispa de esperanza que
sólo deja tras de sí la pesadumbre de que no sea real. El mundo que resulta de
ello es un «mundo en el que el tiempo es reversible y el pasado siempre se
puede borrar, en el que, por tanto, reina la indiferencia hacia la verdad y la
mentira, lo real y lo ficticio, al igual que hacia toda noción de bien y de
mal: es en esto, sin duda, en lo que se revela como el más formador. No es que
haya que inculcar esta indiferencia a cerebros reacios; al contrario, éstos ya
están ahí suficientemente preparados por todo aquello que tuvieron la
posibilidad de conocer hasta entonces; la nueva maquinaria no hace más que
equipar y, en esa medida, hacer irreversible lo que habían comenzado a instalar
en nuestras costumbres las máquinas anteriores, las que sólo debían
facilitarnos la vida y no ocupar su lugar» [13].
En la reciente adaptación
cinematográfica de El juego de Ender, asistimos a un intento de explicar esta
confusión entre lo real y lo virtual y el impacto que ésta tiene sobre nuestra
moral; pero se acaba recurriendo a la argucia de la conspiración para explicar
lo que sin duda hubiese resultado más inquietante si se hubiese representado,
como habitualmente sucede en el mundo militar, el desdén que aquellos que
tienen en sus manos la vida de otras personas que están en ese momento a
kilómetros de distancia sienten hacia el otro. En el mundo de Ender, los niños
son enrolados en una academia militar para luchar contra una inminente amenaza
extraterrestre —los insectores— debido precisamente a su elasticidad moral y
falta de prejuicios, así como a la facilidad con que estos se mueven en la
representación imaginaria de las pantallas. En la etapa final de su entrenamiento,
Ender debe dirigir las operaciones de una gran flota virtual en un ataque
preventivo sobre el planeta alienígena. Este ataque, que es presentado por sus
superiores como una fase más de su adiestramiento, es en realidad la re-
transmisión en directo de la contienda real, pues estos entienden que el niño
carecerá de toda reticencia y piedad, tanto con los suyos como con el enemigo,
si no le dan esa información. El error en este caso, es pensar que se necesita
de una conspiración del silencio para acometer este tipo de barbaridades cuando
tenemos el ejemplo de conflictos bélicos en el que la sola distancia de los
jefes de campaña con respecto de los soldados permite una libertad táctica sin
igual, al emanciparse de la empatía que conlleva la falta de convivencia. La
carnicería de la guerra de trincheras en la I Guerra Mundial sería difícilmente
explicable sin esa distancia de los mandos. Y es precisamente eso lo que se
persigue con el uso de los drones o con la famosa guerra limpia en el Golfo
Pérsico.
El discurso
de la necesidad
histórica ha contribuido sin duda, como se apuntaba más arriba, a
alimentar cierta tendencia al pensamiento conspirativo y no se puede obviar la
influencia nefasta que el movimiento obrero ha tenido en ello, pues al primar
la propaganda y las llamadas a la acción o presentarse a sí mismo como
representante de un progreso ineludible, se desvirtuaba la simple observancia
de los hechos. La primacía de una visión teleológica de la historia en su seno
se ha podido comprobar en numerosas ocasiones como, por ejemplo, en el gospel
episcopaliano del reverendo Charles Tindley, We Shall Over- come. Popularizado
por Pete Seeger, esta canción es el arquetipo de la confusión entre intenciones
y coyuntura en la corriente emancipatoria —sea el movimiento obrero, la lucha
por los derechos civiles, et alii. Sin quitarle mérito a lo emocionante del
himno, cuan- do se mezclan las creencias (I do believe) con la situación que se
vive, seguramente se pueda llegar a la conclusión de que venceremos (We shall
overcome), pero no es más que la enésima producción poética del tomo mis deseos
por realidades, porque creo en la realidad de mis deseos. Y, como en toda
inversión del genitivo, la brillantez de la fórmula oculta la simpleza del
contenido. [14]
En lo que respecta a la verdad,
son incontables los intentos de demolerla como concepto básico de adquisición
de conocimiento, pero lo cierto es que pocas cosas han resultado tan dañinas
para la misma, como su asimilación a la información en los últimos tiempos.
Desde hace demasiado ya, se oye a muchos enterados decir que en internet se
encuentra todo y que sólo hay que saber buscar para hallar una información
veraz. Esta pamplina, sumada a la optimista convicción de que lo que hace falta
para que la gente se levante es que conozcan las cosas tal y como son, denota,
además de una suficiencia con respecto a las poblaciones más que insultante, la
peligrosa omisión de que para que la verdad funcione como revulsivo «necesitaba
[y necesita] contar con un partido histórico que se atreviera a defenderla» [15].
Lo cierto es que no se puede negar que vivimos unos tiempos con una profusión
de informaciones tal que seguir alimentando la esperanza de que hay una que
será la definitiva es, ésta sí, la última letanía de la ingenuidad. Ignorar que
todos conocen, aquí y ahora, su desgracia y que «la opresión se muestra en la
actualidad en una crudeza casi inaudita, razón por la cual no hace falta ser un
lince para des- cubrirla allá donde funciona» es motivo suficiente para no
seguir intentando tomar el camino de «pronunciar la indecible verdad sobre
aquello en que se asientan los Estados de hoy (la opresión de amplias franjas
de la población en el tercer mundo y en el centro mismo del nuestro, el despilfarro
inexorable de los recursos naturales, la apatía política más profunda, el
ocultamiento de todas estas banalidades de base) sino que es necesaria la
existencia de un sujeto histórico que se atreva a desafiar el desorden
existente para imponer en los hechos la verdad» [16]. Y la conclusión más clara
que podemos sacar de todo ello, es que el mantra de que la verdad es
revolucionaria es menos cierto, hoy por hoy, que aquel que dice que la verdad es
inútil. Es la orfandad en que uno se encuentra al tragarse ese sapo y descubrir
que articular la indecible verdad no servía para nada, el lodo perfecto en el
que dará sus frutos la tentación conspirativa.
La plétora de conspiraciones en
la que nos hemos movido en los últimos años ha sido innumerable. Desde aquella
que veía a eta junto a una facción de las fuerzas del Estado detrás del 11m, a la
que atribuía a Rubalcaba la autoría del 15m o, en la misma línea, las declaraciones
de la primero-admirada-después-repudiada, Beatriz Talegón, en las que sostenía
que detrás del 15m estaba la derecha, o Rubalcaba sosteniendo en las últimas
elecciones generales que el pp tenía un programa oculto, que no sería otro que
el que, de facto, estaba aplicando el Partido Socialista, todo indica que la
cultura de la sospecha ha triunfado y que se ha descuidado pensar la realidad
desde la realidad misma. Y que, al querer otorgar a todo un halo de misterio,
por mucho que las operaciones encubiertas, los secretos de Estado, los
intereses económicos o políticos por supuesto existan, transformarlos en algo
oscuro e inefable elude la necesidad de interpretarlos como lo que son: objetos
de estudio o de análisis político que muestran cuál es la relación de fuerzas
en cada momento.
Miguel Sánchez Lindo
1. Juan Pimentel, Testigos del mundo. Ciencia,
literatura y viajes en la Ilustración, Marcial Pons, 2003.
2. Alan Sokal, Más allá de la imposturas
intelectuales. Ediciones Paidós.
3. Fernando Savater, Osadía clerical, El País, 21
de marzo 1980.
4. Hay que subrayar que este mecanismo no es
exclusivo del ilustre periodista vitoriano, en la televisión son legión quienes
lo utilizan, sobre todo en los debates de contenido político. El gato al agua o
La tuerka son algunos de los representantes menos sutiles del asunto. La
dirección del programa es clara y los invitados no están allí para intentar
rebatirla, sino para otorgarle credibilidad a la tesis de partida y poder
afirmar finalmente quod erat demonstrandum.
5. Se hace referencia aquí al título del artículo.
Chemtrail es una contracción inglesa de ChemicalTrail, o estela química. Según
algunos devotos al mundo de lo oculto, el rastro que dejan algunos aviones tras
de sí no sería una estela de condensación, sino una nube química que se
soltaría sobre la población con la intención de controlarla de alguna manera.
Lo irónico de la teoría es que efectivamente todos los aviones dejan un rastro
químico no precisamente beneficioso y que el crecimiento exponencial del
transporte motorizado no hace más que agravar el problema —de salud,
medioambiental, etc.—, pero a quienes sostienen esta teoría les preocupa poco
esos efectos reales que implicarían una acción sobre lo material si no está
aderezada con una buena dosis de misterio, que no impele salvo a seguir
acumulando cháchara.
6. Juan Ramón Capella, Entrada en la barbarie,
Trotta, 2007.
7. Norman Cohn, El mito de la conspiración judía
mundial, Alianza, 2010
8. Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo,
Alianza, 1987.
9. Terry Eagleton, Razón, fe y revolución, Paidós,
2012.
10. Alexis de Tocqueville, La democracia en América,
vol. ii. Alianza editorial.
11. Hannah Arendt, Sobre la revolución, Alianza
editorial.
12. Günther Anders, El piloto de Hiroshima: Más allá
de los límites de la conciencia. Correspondencia entre Claude Eatherly y Günter
Anders, Paidós.
13. Jaime Semprun, El abismo se repuebla, Précipité
editorial.
14. El hacer referencia al origen religioso del
himno, no se debe entender como un intento más de señalar el contenido
mesiánico judeocristiano del movimiento obrero. Remarcar esto sería una
obviedad que olvida que todo el pensamiento occidental está necesariamente
imbuido del mismo espíritu, y no es cuestión de rasgarse las vestiduras ni de
obcecarse en sostener lo contrario. Lo curioso de esa trifulca es que, quienes
más hincapié hacen en esa observación, suelen ser laicos que han abandonado sus
intenciones emancipatorias de antaño; mientras que los reaccionarios de siempre
sostienen lo contrario: que es el capitalismo quien salvaguarda realmente las
raíces cristianas de nuestra sociedad. Véase a este respecto el libro Raíces
cristianas de la economía de libre mercado de Alejandro A. Chafuen, editorial
El buey mudo.
15. «La impaciencia de la práctica», editorial del
número 5 de la revista Resquicios.
16. Ibidem.
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